El monje enfadado que casi me pega

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Hace unos años fui de viaje a Tailandia y en una de las visitas que hicimos, nos llevaron por la tarde a un templo precioso que estaba en lo alto de una montaña.

El viaje se me hizo eterno, estaba oscureciendo y el autobús apenas cabía por la carretera.

El camino era todo curvas cerradas y estrechujas, así que cuando conseguimos llegar a los pies de la escalera de acceso al santuario, casi beso el suelo ¡qué miedo pasé!

Subimos las escaleras -que eran bien empinadas también- y al llegar a lo alto del templo ya se había hecho totalmente de noche.

Estábamos recorriendo los jardines y el templo, deleitándonos en los detalles, cuando vimos en una sala a un monje budista que estaba poniendo amablemente unas pulseras blancas a quienes se acercaban a él.

De pronto, sin saber cómo ni por qué, el pobre monje se vió envuelto en una nebulosa de turistas emocionados, agolpándose para conseguir su pulserita mientras sus amigos les hacían la foto pertinente.

Turistada máxima.

Yo por lo general reniego de estas actitudes y huyo de todo lo que suene a “dominguero”. Pero oye, que me pudo la emoción y ahí me metí como una guiri más a conseguir mi recuerdo + foto.

El caso es que como soy una pardilla, no me uní a la lucha encarnizada por ser de las primeras, y al final me quedé practicamente la última.

Imagino que al monje -que debía estar rezando tan tranquilamente a su bola antes de que llegara el primer pesado- no debió hacerle mucha gracia el convertirse de pronto en un souvenir viviente. Aún así el hombre aguantó el tipo como pudo.

Pero éramos demasiados.

Y demasiado efusivos, me temo.

Así que para cuando me tocó el turno, estaba ya tan cabreado -y sin pulseras- que tras ponerme la mía, se levantó con cara de muy pocos amigos. Me apartó de un empujón mientras murmuraba entre dientes y hacía aspavientos con las manos.

Vamos, que se acordó de toda nuestra familia.

Yo me quedé tan impactada que me entró la risa floja.

¿¡Pero cómo!?

No entendía cómo un monje budista -que para mi es la filosofía pacifista por excelencia- podía enfadarse y mostrar de forma tan evidente sus emociones…

Luego me enteré de que en Tailandia el hacerse monje es algo muy habitual, casi una costumbre entre los jóvenes. Porque puedes hacerte monje por un día, una semana, un año, o de por vida. Vamos, que es una experiencia que la mayoría de hombres hacen allí, está muy bien visto.

Se ve que el protagonista de nuestra historia se había enrolado esa misma tarde 🙂

En cualquier caso, por muy Dalai Lama que fuese, no deja de ser un ser humano. Una persona de carne y hueso que se cansa, se siente invadida, agobiada, faltada al respeto e incomprendida, como los demás. Un hombre con una cantidad limitada de paciencia, que se vio sobrepasado por su frustración y lo demostró para hacerse respetar.

Eso sí, se alejó, sacó fuera su enfado, se tranquilizó mientras agarraba otro manojo de pulseras y volvió pacientemente a atender al resto de personas que se acercaran a verle.

No sé cuántos afortunados más hubo, porque no quise mirar atrás.

Me sentí entre avergonzada, arrepentida, en shock y a la vez divertida por la anécdota.

Me hubiera gustado pedirle perdón por la falta de empatía y de respeto que tuvimos, pero me pudo la vergüenza…

Aún tengo la pulserita blanca en mi mano izquierda. Es muy sencilla, sólo son unos cuantos hilos de algodón blanco, y está bastante piojosa pero me encanta.

Cada vez que la miro, me recuerda que todos somos humanos, que por muy evolucionado que estés no dejas de ser susceptible de perder la paciencia.

Y que está bien así.

Se puede seguir siendo funcional y útil a pesar de estar cabreado -o triste, o ansioso, o preocupado,….- Se puede tener emociones y ser profesional. Sólo hay que saber lidiar bien con ellas, regulando su intensidad.

Si tú también quieres ser un poco más zen, aquí te espero 😉

 

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