Hábito saludable
La verdad es que nunca he sido una gran amante del deporte, pero hace tiempo descubrí las clases de Zumba y oye, no sé qué tienen, pero animan que no veas.
No te sabría explicar, porque la música que ponen no es que me guste especialmente (por no hablar de lo machistas que son las letras…) Pero vas a una clase y sales con otra energía.
En cualquier caso, desde que descubrí Zumba, empecé a hacer más ejercicio y he conseguido incorporarlo como un hábito diario (aunque por lo general prefiero otras clases como hiit, pilates o yoga).
Pero ahora durante mis vacaciones de verano voy a unas clases muy divertidas de zumba que hacen al aire libre.
Como son a primera hora de la mañana, empiezas el día con alegría, y hay una luz muy bonita que me inspira a pensar mientras bailo.
Y es que la vida, igual que la pista de baile, se puede afrontar con una u otra actitud.
El profesor de zumba
El profesor vive la clase, contagia su energía. Se mueve como un chicle, con un ritmo que enamora. Cada dos por tres nos jalea, dando palmas, haciéndonos gritar “UUUUAH UAAAAAH!!”
Yo al principio me moría de vergüenza (sobre todo porque estamos en medio de una plaza por la que pasan transeúntes, hay gente en los bares de al lado desayunando y mirando atentamente cada uno de nuestros movimientos; se ríen, nos echan fotos como si fuéramos monos de feria…)
El caso es que el profesor -que además de bailongo es muy guasón- nos imita cuando nos ve medio dormidos.
Pone cara de zombie, ralentiza sus pasos y grita con desgana “mñeh mñeh”
Esta técnica de imitar nuestros movimientos, además de hacernos reír, es una pequeña bofetada de realidad. Te hace de espejo, tomas consciencia de lo que estabas haciendo mal.
Además, de vez en cuando nos dice que nuestra energía como grupo es importante, porque nos retroalimentamos.
Si él se está esforzando a tope y lo que le devolvemos son caras largas y apatía… pues no es justo. Él se desmotiva, se deshincha y no baila con tantas ganas. Y eso lo recibimos nosotros como alumnos, bajando nuestro rendimiento. Así que es un círculo vicioso.
¡Igual que en la vida y en las relaciones de cualquier tipo!
La energía se contagia. Tanto la positiva como la negativa.
A veces somos un “poco parásito emocional” sin darnos cuenta, y nos alimentamos del ánimo ajeno. Y eso se vuelve luego en nuestra contra.
Piensa por ejemplo en la cantidad de veces que te quejas y llenas de negatividad a quienes te rodean (y a ti mismo), sin darte cuenta de cómo tu actitud os está contaminando.
Así que un buen ejercicio para cambiar esto, es pensar:
“¿Qué podría aportar yo en esta situación, para fomentar que todos estemos mejor?”
El grupo
Cada mañana nos juntamos un montón de personas a bailar en esa plaza.
Cada cual tiene su objetivo propio (despertarse con energía, hacer ejercicio, estar en forma, quemar las calorías del desayuno, divertirse con sus hijos,…)
Pero formamos parte de algo más grande. Nuestros gritos alegres contagian a todo el vecindario (aunque quizás a los que sigan durmiendo no les haga tanta gracia) y amenizamos a quienes pasan por ahí.
Entre ellos muchas personas mayores, como una vecina mía, que me dijo que va a desayunar al bar de la plaza sólo para vernos bailar y empezar el día contenta.
Y esto mismo pasa también en la vida.
A veces no somos conscientes de cómo podemos impactar o influir en los demás.
Somos un sistema
A menudo se nos olvida que, aunque vayamos cada uno a lo nuestro, en el fondo somos un todo. Convivimos en este planeta y estamos interconectados, queramos o no.
Somos una serie de elementos que interactúan entre sí. Lo que haga o deje de hacer cada uno, afecta a los demás.
En las clases de zumba esto se nota fácilmente cuando hay alguna despistada que no se aprende la coreografía, y acaba metiéndose en el espacio personal de otra. Ésta se mueve hacia un lado, provocando que los demás se vayan desplazando poco a poco.
O como una chica el otro día, que se tropezó y cayó al suelo dolorida. Paramos la clase para ayudarla y no volvimos a poner la música hasta que nos aseguramos de que estaba bien.
El espacio personal
Cuando estás dándolo todo en clase, a veces pierdes el sentido del espacio con la de vueltas y pasos que das. Es normal, no pasa nada.
Pero algunas personas directamente van a lo suyo y ni se preocupan de controlar que estén bailando sin invadir ni molestar a los demás.
Como una señora espontánea que pasaba por la plaza.
Nos miró sonriente y decidió lanzarse al ruedo sin pensar. Concretamente delante de mí. O encima mío, mejor dicho.
¡No me sacó un ojo de milagro con sus aspavientos!
Esto pasa también en las relaciones. Hay personas a las que es necesario marcar límites, porque van arrasando. Quieren algo, y nada ni nadie les va a frenar hasta que lo consiguen.
Hay otros que no lo hacen tan a la fuerza, pero van a sus intereses personales, sin pensar en cómo eso afecta a los demás.
Y por eso mismo es tan importante trabajar nuestra asertividad.
Porque si tú no defiendes tus derechos e intereses, nadie lo hará.
La vergüenza
A veces la primera persona con la que no somos asertivos es con nosotros mismos.
Puede que nos apetezca hacer o probar una cosa, pero por vergüenza o miedo nos cortamos y perdemos esa oportunidad.
Es lo que les pasa a los transeúntes que nos miran y hacen fotos cada mañana.
Excepto al grupo de señores maduritos.
Los primeros días venían a animar a sus mujeres e hijos, se daban codazos y se reían burlones. Pero se notaba en sus ojos que se morían de ganas por probar una clase, aunque su (absurda) “vergüenza masculina” les frenaba.
¿Solución?
Vinieron todos juntos, y se lo pasaron tan bien, que repiten cada día (fueron recibidos con aplausos y vítores de toda la clase cuando se animaron a probar)
La actitud personal
Entre las alumnas puedes ver a muchas mujeres que van equipadas hasta las cejas. Se nota que viven la zumba, que están entregadas en cuerpo y alma.
Camisetas, mallas, zapatillas reglamentarias, no les falta detalle.
Pero yo soy fan de una señora mayor que viene en ropa de estar por casa.
Zapatillas de felpa incluidas.
Me imagino que es otra espontánea de las que pasaban por ahí y un día decidió que ella también quería disfrutar, aunque no tenga la edad ni la equipación “normales”.
¿Pero quién dijo que había que cumplir ninguna condición para estar ahí?
No se sabe las coreografías ni sigue el ritmo, pero le da igual.
Ella quiere bailar y divertirse. Y nadie se lo va a impedir.
Lo mismo deberíamos hacer todos, ¿no te parece?
¡Seguro que se lo pasa mucho mejor ella, siendo libre y sin dejar de moverse, que las que intentamos hacer bien las cosas y nos da vergüenza confundirnos!
Una mujer incluso se enfadó durante una coreografía que no le salía, se apartó a un lado y no volvió a bailar hasta la siguiente canción. Maldito perfeccionismo…
Otra actitud que también admiro mucho es la de los niños que se ponen en las filas de delante y tampoco dan ni una. Pero sonríen, saltan, gritan, abrazan de vez en cuando a sus madres, y dejan la vergüenza fuera, porque no se juzgan.
Al lado del grupo de niños se pone otro chico que siente la música y baila de corazón durante toda la hora (no hace el zombie como los demás). Hace poco me enteré que también es profe de zumba, lo que me sorprendió aún más.
Qué pasión tiene que tener por su trabajo, cuando a pesar de pasarse el día dando clases, le sigue apeteciendo saltar a la pista de baile a seguir moviendo el esqueleto, ¿verdad?
Y así me paso las mañanas. Intentando no parecer un pato mareado mientras observo y saco conclusiones.
La vida es una clase de zumba
Puedes venir más o menos preparado, pero todos debemos bailar lo mejor que podamos.
La vergüenza, el miedo al qué dirán, el exceso de perfeccionismo y de autoexigencia nos desconectan del disfrute, nos ponen rígidos y hacen que estemos más pendientes de tener el control, que de sentir.
Da igual si te equivocas. Lo importante es no parar, seguir moviéndote y fijarte mejor para aprender. Si no prestas atención, vuelves a cometer el mismo error una y otra vez, no evolucionas.
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