¡Casi me parten la espalda!

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El otro día fui por primera vez al kinesiólogo osteópata.

Pero no a cualquiera.

Fui a Roberto, que trata a una de mis más mejores amigas, quien llevaba meses recomendándomelo y hablando maravillas de él.

Yo no sabía muy bien en qué consistía la técnica, más allá de lo que Cris me había contado…

Pero como me fío totalmente de ella y me apetecía mucho probar, me recorrí medio Madrid para corrobororar que efectivamente es genial.

Roberto es muy agradable y sabe un montón.

Me dejó fascinada con todas sus técnicas, con todo lo que me enseñó  y con los efectos de la sesión

¡Y eso que fui estando casi bien del todo!

Decidí ir ahora a modo preventivo, para regular mi energía y mejorar mi estado general.

Porque considero que es mucho más fácil mantener lo que está bien, que actuar cuando ya tienes un dolor muy grande que sólo te permite centrarte en esa zona.

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Lo mismo que pasa con el desarrollo personal.

Que si acudes a un profesional cuando no tienes ningún problema grave que te deje exhausto y desvíe tu atención, podrás sembrar muy profundamente. Y cosecharás muchos más frutos desde la tranquilidad.

Pero igual hay que ser un poco friki del bienestar -como yo- para ir sin tener un aliciente concreto… Vete tú a saber.

El caso es que durante nuestra sesión, Roberto me fue contando de forma respetuosa y anticipada todo lo que me iba a hacer, para que no me asustara.

¡Y menos mal!

Porque una de las técnicas que utiliza es desbloquear el cuerpo a través de la manipulación del esqueleto.

Es decir, que te pone toda retorcida en la camilla, te pega un estirón, te cruje Dios-sabe-qué y te deja como nueva en cuestión de segundos.

Y para que surja la magia tú sólo tienes que relajarte y confiar.

Así dicho suena muy fácil.

 

Pero se ve que en cuanto escuché lo que me iba a hacer, se me tensó automáticamente el cuerpo:

– Roberto: Nada, tranquila. Tú afloja, que si no te puedo hacer daño.

– Ainoa hecha un ocho y acojonada: Yaaaa… jeje es que me da un poco de miedito…

– Roberto: Lo sé, lo sé, pero tú confía en mi.

– Ainoa relajándose lentamente: Aiiins… es que parece que se me va a partir el cuello…

– Roberto: Afloja, que hasta que no estés destensada no te voy a poder ayudar…

– Ainoa: Arggg…socorrito… jeje

– Roberto tratando de disimular sus ojos inyectados en sangre: Afloooooooja…

– Ainoa respirando profundamente y creyendo ver a sus difuntos al otro lado del túnel de luz: Vale, sí… Bbbbfff

 

¡Crack!

En cuanto me relajé, pegó un tirón seco.

Noté un impulso eléctrico que me recorrió el cuerpo en un segundo y de pronto me encontraba mucho mejor.

Se me pasó el susto y el dolorcillo de espalda que tenía.

Y me dio qué pensar.

 

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Porque a veces nos pasa lo mismo en la vida.

No confiamos en ella.

Nos resistimos a los cambios, aferrados al miedo que nos dan.

Sentimos que todo lo que nos saque de la “zona conocida” puede ser algo amenazante e incómodo.

Pero habitualmente nos produce más miedo lo que CREEMOS que pasará, que lo que luego resulta ser en verdad.

Y bueno, vale, sí, es verdad que a veces los cambios son un rollo.

Al menos de manera inmediata.

Porque te toca cambiar tu forma de hacer las cosas, pensar soluciones creativas, dejar de lado tus hábitos y rutinas, y enfrentarte a nuevas situaciones que no controlas -lo que puede hacerte sentir inseguro-.

Pero si miramos un poco más allá, veremos que todo esconde una lección.

La vida nos regala una y otra vez las oportunidades que necesitemos para desbloquear eso que nos está impidiendo crecer y avanzar.

Así que en cuanto dejamos de oponer resistencia y nos “rendimos”, todo empieza a fluir.

Desbloqueas esa pantalla, y subes de nivel, como en los videojuegos.

Y es que, como bien decía el famoso psiquiatra suizo Carl Gustav Jung:

Todo lo que resistes, persiste”.

 

PD: Visto lo visto, creo que deberían llamarle “hostiapatía”. Así sabes a lo que vas 😉

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