Asertividad: Conflictos destructivos vs. constructivos

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Una de las mayores señales de madurez emocional es cómo manejas tus conflictos.

Si eres capaz de hacerlo con calma, respeto y enfocándote en la solución, lograrás cosechar buenas relaciones.

Y es que los roces forman parte del día a día. Vivir en sociedad y tratar con otros seres humanos significa tener fricciones (que hasta cierto punto son inevitables). Y cómo las resuelvas afectará directamente a tu felicidad, tu autoestima, tu autoconcepto y confianza personal.

Si te ves a ti mismo huyendo de los problemas, o “liándola parda” siempre que hay un atisbo de conflicto, confiarás cada vez menos en ti, te dará más miedo o inseguridad y desarrollarás estrategias de afrontamiento inadecuadas.

¿Qué es un conflicto?

Gran parte del problema no viene tanto de los roces en sí, sino de lo que pensamos de ellos, lo que significan para nosotros, del miedo que nos dan los conflictos.

Si sentimos que son rupturas irreconciliables en la relación, que son algo horrible que mancha el “expediente” personal,  o que son una amenaza para nuestro bienestar y nuestro orgullo; es probable que tratemos de evitarlos a toda costa.

Pero realmente un conflicto simplemente significa que dos o más partes están percibiendo que sus objetivos son incompatibles.  Cada cual desea una cosa diferente.

Peligros de los conflictos

Otros factores que afectan a la hora de temer a los conflictos es el hecho de que son situaciones que escapan a nuestro control.

Nos sacan de nuestra zona de confort. No sabemos cómo va a reaccionar la otra persona, qué va a pensar de nosotros, qué nos va a decir, si nos va a tratar con respeto o se va a poner agresiva,…

Por eso es normal que -hasta cierto punto- nos incomoden las confrontaciones.

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“La gente que le tiene miedo al conflicto, en verdad le tiene miedo a no sentirse querida y aceptada” – David Fischman

Y precisamente es por eso que muchas veces preferimos huir de los problemas, para evitar que el enfrentamiento se llegue a producir.

Alberto había quedado en reunirse con unos compañeros de trabajo tras su jornada laboral para tratar un tema pendiente, pero se le olvidó y se fue a casa.

Cuando se dio cuenta, le entró tal vergüenza -y miedo de las represalias- que prefirió no decir nada. No llamó para pedir disculpas, ni envió mensaje alguno explicando la equivocación.

Se pasó toda la semana escondiéndose y esquivando a sus compañeros, evitando bajar a la cafetería donde desayunan cada día, saliendo un rato antes para no encontrárselos en el pasillo… Y cuando fue inevitable volver a verles, actuó como si nada pasase.

Se ahorró la incomodidad de tener que asumir su error, apechugar con las consecuencias y pedir disculpas humildemente. O eso es lo que él creía al librarse de la bronca de sus compañeros…

Pero ¿qué crees que pensaron de Alberto? ¿Crees que no se dieron cuenta, que no les sentó mal? ¿Confían en él y le valoran como trabajador y compañero?

Los conflictos son oportunidades

La parte positiva de los desacuerdos es que estimulan la creatividad y la innovación. Nos tenemos que exprimir los sesos para encontrar una solución novedosa.

Además son una buena oportunidad para conocernos mejor el uno al otro de un modo distinto del que nos conocemos cuando todo va bien. Así, nos ayudan a comprender mutuamente nuestras necesidades, anhelos, deseos y miedos. Liberan tensiones, reducen el estrés.

También son una excelente oportunidad para desarrollar nuestras destrezas y habilidades como la gestión emocional, la asertividad, la comunicación no violenta, o la capacidad de adaptación y de negociación.

De este modo, si logramos manejar bien nuestros desacuerdos, tendremos mejores relaciones, más auténticas y profundas.

Ahora lo comprenderás todo mejor, tendrás pistas y señales inequívocas de lo que NO debes hacer, con lo que has de tener cuidado, y de lo que debes fomentar.

Antiguamente María era muy de lanzar puyas e indirectas cuando algo le molestaba. Se pasaba el día protestando y haciendo bromas con la intención de llamar la atención de los demás.

Pero gracias a su trabajo personal, ha ganado mucha madurez emocional. Ha sido capaz de tener una conversación tranquila y adulta con su marido, en la que le confesó que se sentía poco escuchada y comprendida por él, por lo que le pedía cariño y atención.

Gracias a eso, Carlos se dio cuenta de que últimamente había estado demasiado volcado en su trabajo, no desconectaba y llegaba a casa despistado, ausente, dejando de lado su rol familiar. Desde aquella conversación, las cosas han mejorado mucho entre ellos, procuran compartir tiempo de calidad y escucharse más mutuamente.

Conflictos destructivos vs. constructivos

Es realmente importante no confundir el conflicto con el problema. No debemos entremezclar los asuntos personales y subjetivos de cada uno, con el hecho objetivo en sí.

Para ello debemos centrarnos en resolver el problema y no llevárselo al terreno personal. Dejar fuera todos los reproches, indirectas, suposiciones y exigencias, que lo único que consiguen es alejarnos diametralmente del otro y de la solución.

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De este modo, el conflicto es destructivo cuando tira por tierra el autoconcepto, cuando nos divide, nos separa, aumentando las diferencias que hay entre nosotros. Y cuando reduce la cooperación, la colaboración. Cosa que se da no tanto por el conflicto en sí, sino por cómo lidiamos con él ambas partes.

En el ejemplo de antes, María se centró en lo que ella sentía y necesitaba. No entró a insultar a Carlos, ni a decirle “eres poco cariñoso, eres poco atento”. No le etiquetó ni le catalogó -como hacía anteriormente con otras personas-. Por eso Carlos no se sintió atacado, no tuvo la necesidad de defenderse; y pudo comprender mejor a María, llegando a un acuerdo con ella, modificando lo que consideró adecuado.

Como sabrás, no puedes cambiar a los otros, ni hacer que maduren o desarrollen habilidades sociales que no tienen. Pero sí puedes encargarte de trabajarte las tuyas y de hacer tu parte. Calmarte, elegir las mejores palabras, buscar un sitio tranquilo para hablar,…

Se trata de ponérselo fácil a los demás, para que estén lo más receptivos posible, abiertos a la comprensión y a la negociación.

¿Es un esfuerzo por tu parte? Sin duda, y bastante elevado además. Pero es algo que te beneficiará inmediatamente, y que evitará problemas futuros.

Si controlas tus emociones y no te dejas llevar por el enfado; si no atacas, te mantienes calmado y transmites un ánimo de reconciliación, es bastante probable que la otra persona se contagie de tu estado afable y esté más dispuesto al entendimiento.

Para ello es fundamental que escuches atentamente, fomentando una comunicación auténtica, profunda y libre. Con la que tanto tú como el otro podáis ser sinceros y decir respetuosamente lo que pensáis y sentís, para  comprenderos mejor el uno al otro.

El objetivo de toda discusión no debe ser la victoria, sino el progreso.

Recuerda que no se trata de llevar la razón, ni de quedar por encima de los demás. Se trata de vivir tranquilo, teniendo buenas relaciones en las que ambos ganéis y os sintáis a gusto. ¡Que no sois el uno contra el otro, sino ambos contra el problema!

Hay que tener claro el objetivo a medio-largo plazo, que es solucionar este tema y prevenir que se vuelva a repetir en un futuro.

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El conflicto se gesta a diario

Normalmente las cosas no estallan así como así. Suelen ser un cúmulo de tensiones, incomodidades, desacuerdos o sentimientos negativos que no se solucionan en el momento, y que van aumentando el malestar.

La situación termina estallando con la última gota que colma el vaso.

Por eso es importante poner el foco en mejorar la convivencia diaria, reduciendo las tensiones y previniendo la confrontación (más que tratar de desactivar el conflicto cuando ya se ha desatado y el enfado está en su máximo apogeo, porque entonces es bastante difícil).

Laura se dio cuenta de que criticaba demasiado a su hija. No paraba de decirle lo que tenía que hacer en todo momento, cómo debía hacerlo, cuándo y dónde.

Sabe que su hija ya no es tan niña, que está empezando a ser autónoma y que -aunque está bien que le vaya guiando- necesita equivocarse para aprender.

Laura también sabe que es demasiado perfeccionista y muy poco tolerante. Que le cuesta aceptar las cosas que no están como a ella le gusta y que esa manía que tiene de ir por detrás rehaciendo todo lo que hacen “mal” los demás -bajo su criterio- también es una forma agresiva de decirles sin palabras a quienes conviven con ella que son imperfectos e inútiles.

Tomar consciencia de todo esto fue muy doloroso, pero también muy revelador. Está trabajando por ser más flexible y permisiva, porque sabe que sin querer su forma de relacionarse estaba provocando un aumento de la tensión en la convivencia de todos los miembros de la familia.

Y tú, ¿qué cosas haces (por pequeñas que sean) que aumentan la tensión y el malestar a tu alrededor?

¿Qué podrías cambiar hoy mismo para cosechar mejores relaciones?

 

¿Qué relación tienes contigo mismo?

¿Cómo te tratas?
¿Eres tu mejor amigo,
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¿Te gustaría mejorar?

Si te cuesta mucho comunicar lo que te molesta y optas por callártelo (hasta que se agota tu paciencia y estallas), entonces tienes un estilo pasivo-agresivo.

Esto seguramente afecte no sólo a tu autoestima, también a tus relaciones.

Puede que incluso te dé miedo tu propia agresividad. Te has visto a ti mismo fuera de tus casillas, diciendo cosas hirientes y arrepintiéndote después (o temes que pueda llegar a pasar)

Quizás por eso a veces prefieres tragarte tus enfados y poner buena cara.

¿Pero sabes qué?

Tienes derecho a que te respeten. Y a respetarte tú mismo también.

Y eres capaz de poner límites sanos con respeto, firmeza y cariño. Sin necesidad de gritar, de insultar ni de enfadarte más de la cuenta.

Pero es necesario que aprendas no sólo a comunicarte bien, sino sobre todo que trabajes las emociones y pensamientos que hay por detrás de todo esto. Para que te salga de forma natural y sanes de raíz ese conflicto que tienes contigo mismo.

Así que si quieres trabajar tu asertividad, aquí me tienes.

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